sábado, 9 de agosto de 2014

Paseo desde el cielo.

Usemos a este pequeño pájaro para realizar nuestro viaje. Como observadores excepcionales, podremos hacerlo sin mayor problema. Son las ventajas de pertenecer a otro mundo. Por tanto, partamos desde su pequeño nido en una cornisa gris cualquiera y miremos al mundo que cubre con sus pequeñas alas.

Nuestra visión oscila arriba y abajo por los saltos que nuestro amigo va dando en el aire. No está mal el efecto, añade realismo al experimento. Acaba de partir y se dirige hacia una calle poco concurrida, pequeña y con coches a los lados. Este pájaro no se fija en demasiadas cosas, más pendiente de posibles capturas que echarse al buche o de esquivar obstáculos. Pero nosotros podemos alterarlo, ralentizar su movimiento o incluso frenar en seco sólo para poder contemplar con mayor calma las cosas. Lo hacemos, y nos detenemos ante un pequeño jardín. El verde lo domina todo y justo en el centro, al lado de un arbusto no demasiado bien cuidado, hay una niña. La vemos jugar con varios objetos que no tienen mucho sentido para su edad: unas gafas blancas sin cristales, una brillante llave roja y varias canicas que va lanzando a su alrededor para luego estirarse con sus manitas hasta alcanzarlas de nuevo. Mueve los labios como participando en una conversación extraña y secreta que no conseguimos escuchar. Al menos no tiene la cabeza embutida en cualquier aparato moderno. Con ese consuelo, la dejamos en aquel lugar y permitimos continuar al ave que esta tarde nos hace de transporte. Aquella niña, como si de pronto se hubiera dado cuenta de nuestra presencia, voltea su cabeza hasta que divisa al pájaro y sonríe cómplice de nuestro secreto.

Volvemos a subir y bajar en el aire, sobrevolamos casas que ocultan en sus patios parte de la vida de sus habitantes. Nos tostamos bajo el sol duro del verano, pero eso a nosotros no nos afecta dada nuestra excepcional situación. Haciendo piruetas, cruzamos varios árboles de una plaza para finalmente posarnos en una de las ramas más altas. Desde allí podemos disfrutar de un paisaje mayor, más amplio y más poblado. Hay varias escenas para fijar nuestra mirada: en un banco, dos muchachos esperan impacientes a un tercero que ya se retrasa; los coches se suceden en las diferentes calles que rodean al lugar, escondiendo tras sus espejos vagas siluetas de sus ocupantes, pendientes del camino a seguir para llegar a sus destinos; algunos balcones se abren para dejar paso a la leve brisa que parece soplar desde ninguna parte; una pareja pasea en silencio, cogidos de la mano, cada uno con sus pensamientos pero dejando ver que las pequeñas caricias de sus manos mantienen el vínculo, reservando espacios cada uno en la mente para el otro. Otros aves nos rondan, confusos, dándose cuenta de que su compañero alado no actúa hoy de forma normal. Que remedio, pensamos, no podemos ocultar del todo nuestro acto. Al menos no habrá daño ninguno para este cuerpo emplumado, lo prometemos.

Pasa el tiempo: segundos, minutos, horas. Que más da. Estamos cómodos aquí, viendo pasar la vida de un rincón único del mundo como hay millones así en todo el mundo. Los protagonistas de nuestras visiones se suceden aleatoriamente, sin más motivo ni condición que la de la suerte ingenua. Finalmente, con un pequeño salto al vacío para nuestro deleite, salimos de aquel lugar y continuamos. Ya falta poco para encontrar nuestra meta. Una calle, otra calle, una esquina, a la izquierda, derecha, derecha, arriba, esquiva una chimenea, otra plaza, más bajo, abajo, un árbol, un banco, otra calle y hasta el fondo. Aquí. Llegamos. Gracias querido amigo, desde aquí continuamos solos. Un placer y perdón por la intromisión. Atravesamos una vieja puerta de madera combada por los años, y a través de un pasillo oscuro llegamos hasta un patio techado y en penumbra como los que vimos hace un rato. En su centro, rodeada de baldosas con mosaicos blancos y azules, una anciana pequeña y encogida descansa dormitando en una silla llena de cojines descoloridos. Nos situamos frente a ella y esperamos, tranquilos. Abriendo levemente su boca ajada, sin dedicarnos ni siquiera un fugaz destello de sus ojos, nos dice:

— Habéis tardado hijos de puta.




Tayne.


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