martes, 2 de julio de 2013

Cristales rotos.

Una botella de ron vacía salió disparada por la ventana sin persiana de aquella habitación, rompiéndola en mil esquirlas de cristal que centellearon a la luz de las farolas mientras caían. Un solitario pájaro salió huyendo del árbol más cercano al estruendo. Los ojos rabiosos de la chica del pelo violeta seguían fijos en aquel destrozo valorando si había saciado su dolor o no. Decidió que no.

Llevaba ya diez minutos lanzando objetos por los aires: había arrancado las hojas a los pocos libros que encontró, había tumbado todos los muebles que había encontrado, el colchón rajado dejaba entrever su interior de blanco algodón. La chica siguió pegando patadas y puñetazos a todo hasta que el cansancio la dejó abatida en el sofá lleno de polvo del salón. Justo enfrente, una televisión había sido atravesada en su mismo centro por un cenicero medio lleno. 

La chica se sobresaltó cuando la melodía de Tell me baby comenzó a sonar en la calma que había dejado su propia tempestad. Tardó un segundo en recordar que le habían cambiado el tono de su móvil. Él. Él no, el otro él. El nuevo él. Silenció el aparato y lo lanzo también contra el suelo. Aquella noche había ido a buscar a otro hombre, uno bien distinto, y no lo había encontrado. Aquel piso vacío daba clara muestra de ello.

Se levantó y lentamente se acercó a la ventana del balcón. Miró a la oscura noche y decidió que no iba a buscarlo. Nadie se lo había pedido. Igual que ella hacía dos años se había ido, él en algún momento también decidió marcharse. Seguramente habría recogido sus dos o tres libros favoritos, sus gafas Rayban, y habría tomado el primer bus a ninguna parte. O quizás no. En verdad, eso es lo que hubiera hecho ella. De hecho, era exactamente lo que había hecho más de una vez la chica del pelo violeta. 

Todavía no era capaz de reconocer el anhelo. Nunca antes había necesitado una palabra para ese sentimiento en el diccionario de su vida. 




Tayne. 

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