martes, 9 de abril de 2013

De las vidas de la soledad.

Las lágrimas que caen se mezclan con los copos de nieve que alfombran el suelo poco a poco. El blanco cubre las calles y se mimetiza con las paredes encaladas de aquel pequeño pueblo perdido en la sierra. Hay una atmósfera más propia de cuentos de brujas que de pura y dura realidad. Los pasos van dejando huellas como quien deja atrás migas de pan para quien quiera seguirlas.

No hay dirección ni sentido en su caminar, solo una larga cadencia hacia ninguna parte. Las sombras de los recuerdos oscurecen el cielo, el frío de los pesados sentimientos se aferra a los huesos, la memoria hace su parte jugando a recordar imágenes que no sucedieron nunca. Ahora solo hay soledad, una más. Recién nacida, nueva, inocente e ingenua soledad.

Como un pequeño niño que no sabe muy bien que hacer, prueba poco a poco todas las posibilidades al alcance de sus pequeñas manos. Envidia, odio, resignación, ausencia propia. Y vuelta a empezar, deleitándose en el dolor que infringe con punzadas de desconsuelo. Esta vez el parto fue evidente: una puerta se cerraba, unos ojos no miraban atrás. Ahí sucedió. Con el tiempo se ha acostumbrado a reconocer los síntomas y a asumir la solución final.

La primera vez le sorprendió, quién podía esperar esa resolución. La segunda vez no podía creerse su mala suerte. La tercera ya intuyó algo. La enésima era aquella misma, como podía haber sido cualquier otra. Y una vez más se encuentra al final de aquel paseo de farolas amarillas anticuadas recién despertado de un aletargamiento autoinducido. Mirando al infinito natural que ante sus ojos se despliega. Deseando ser un animal. Deseando no saber lo difícil que es ser un humano perdido entre la multitud.




Tayne.

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