domingo, 3 de febrero de 2013

El caso III.

Verano de tres años antes.

La luz entraba por las rendijas de la ventana, iluminando mínimamente la habitación de aquel motel de mala muerte. Allí estaba yo, después de otra noche más, solo, en una cama que no conocía. No recordaba haber pagado la cuenta, así que revisar la cartera era lo más urgente. Pura rutina. El mareo al levantarme preveía un mal día de resaca.

Cuando andaba buscando mis pantalones por la habitación, el ruido de la ducha me sorprendió. Ella sigue aquí, pensé. Que raro, ellas siempre se van, su trabajo las requiere. De pronto recordé a la chica del bar. No sabía muy bien como, la había conseguido camelar entre ron y ron, y habíamos acabado en el primer sitio que encontraron. No recordaba su nombre... Si es que alguna vez me lo había dicho. Demasiadas lagunas, debía dejar el ron. Decían que la resaca del vodka era más soportable. Detrás de una silla de madera estaban mis pantalones. Mientras terminaba de ponérmelos, la puerta del baño se abrió.

—Joder, estás horrible —dijo mirándome, mientras secaba su pelo rojizo con una toalla. Una suerte que estos lugares solo tengan una toalla en el baño.
—Tú no, si te sirve de consuelo. ¿Qué haces todavía aquí?
—¿Te sorprende?
—No es la costumbre.
—Yo no soy como las demás. —Tras anudarse la toalla, se recostó en la cama.
—Eso dicen todas. Luego cobran igual.
—Vete a la mierda.
—Tienes un despertar genial —Recogí mis cosas del suelo, y poniéndome la camisa me dirigí hacia la puerta sin mirar atrás. —Pasa un buen día.
—¡Eh! Ni se te ocurra largarte.
—Vaya, ¿me necesitas para más?
—A ti no estúpido, a tu coche.

Media hora después conducía hacia el bar en el que la conocí. Había dicho que tenía su coche en la puerta, así que como buen caballero tenía que llevarla hasta él. Los buenos caballeros solo aparecen cuando hay damas en la zona, contesté. Su mano cruzó mi cara como respuesta. Ahora un agradable silencio conseguía que el dolor de cabeza que sentía no fuera tan fuerte.

—¿A qué te dedicas? —Fin de la tranquilidad.
—A llevar damas a sus carruajes.
—¿Y en tus ratos libres?
—Trabajo.
—Obvio.
—Entonces para qué preguntas.

Mientras devolvía la mirada de odio que me lanzaba descubrí que tenía los ojos verdes. El pelo, color rojo oscuro, caía en forma de rizos hasta sus hombros. La verdad es que la chica estaba bastante bien. Veintitantos confesó tras dos copas. Eso si lo recordaba, normalmente evitaba meterme en ese tipo de problemas. De todas formas, seguía sin entender como habíamos acabado juntos. Perdido como estaba en mis pensamientos, casi me paso del sitio. Ella me avisó con un empujón.

—Aquí es.
—¿Y cuál es el afortunado?
—Aquel de allí. —Un destartalado coche con la pintura caída estaba aparcado justo en la acera de enfrente de la puerta del local. Varios vasos adornaban el techo. —Tengo que encontrar uno mejor.
—Sin duda.
—Pronto, yo también tengo mi propio trabajo.
—Ajá.
—Entonces, ¿no vas a pedirme mi número ni nada?
—¿Qué? —Mi cara lo decía todo. Lo último que esperaba era que quisiera volver a verme.
—Déjalo. Seguro que eres el fan número uno de este tugurio.

Abrió la puerta y se bajó del coche. Sin apenas mirar cruzó la calle. La forma en la que caminaba era excusa más que suficiente para mantener la vista fija en ella. Tras irse sin mirar atrás una sola vez, aún seguía yo allí parado, con mi coche casi en mitad de la calle, sin saber muy bien que acababa de pasar.




Tayne.


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